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Siempre hemos ido suplicando un mendruguito de paz y amor, por caridad. Mientras, experimentamos que todo es contingente. Sólo queda la palabra. Bastón de camino es, y, como quiera que decidimos un día no tener patria fija, ahí estamos, aún, bajo la lluvia, sin apenas un quicio de ternura donde guarecernos; o no olvides, hijo, que la palabra no es más que ese escalofrío deseante de pretender tomar entre las manos el más allá todavía, en tanto tú, tú mismo, estás solo siempre. Aunque vigilado. No le recomendéis a nadie que se decida por la poesía: sufrirá lo suyo y tardará en hacer negocio en tierra de mercaderes. Son muchas y muy variadas las palpitaciones que se revelan y esconden dentro de la palabra, y el poeta –¡ay de ti, infeliz!– ha de saber que está llamado, por una suerte de arrimo inevitable, a reconciliar todos y cada uno de sus parentescos, puesto que, al final, cuando la luz se haga, descubriremos que sólo existe una presencia, Señor. Báculo de peregrinación es, sí, la palabra. Lo peor es cuando nos acostumbramos a cojear de las dos piernas. A la hora de repasar la tímida caligrafía del último poema te entran unas ganas enormes de llorar y hacer penitencia. Dinos, Santo Dios: ¿puedes explicarnos por qué permitiste que subiéramos al desván con las siervas? Tal vez fuese conveniente, puesto que en ello estamos, reservarnos para la postrera unción un par de versos nada más. Bastón de camino es, de veras, la palabra y la literatura es diálogo, niebla muerta en santidad, cántico espiritual, y todo lo otro, antes, suma y acopio de claridades falsas, simulaciones y sombras de la hermosura, antorchas de agua que hemos de apagar en la boca sedienta de los cántaros por los atajos del dolor.

Lámparas son las palabras para nuestros pasos. Como peldaños por la cuesta

oscura de la vida son tantas escalinatas lejanas ya en el tiempo. ¿Por cuál de ellas ascender ahora? ¿Quién nos dice: ésta, paisano, nos conduce a ninguna parte? Vienen de remotas emociones las palabras. Cuando el lenguaje se convierte en mediación poética, toda la especie humana está empezando a afirmarse a sí misma bajo el sol, o la ciudad puede encontrar el orden que deseaba. Dios nos libre de dejarnos tentar por los demonios mudos. Todo mutismo insolidario es una congelación espiritual. El deshielo del corazón ha de sernos concedido por arte y parte de la palabra. ¡Cómo canta la palabra cuando canta!

Los libros de poemas debieran parecerse a las catedrales. Cada verso es una columna, un vitral, una de las sedes de la sillería del coro o la puerta románica de entrada. Y cada estrofa una cualquiera de las naves laterales, el sorprendente ángulo sugestivo del bautisterio. Y todo el poema completo asemejarse al púlpito del maestro Antón Pilgrans, que se acoda en el alféizar de esa ventana entreabierta. ¿Qué existe, di, en el interior que cela las ventanas de la palabra? Comenta Joan Maragall: “Habiendo en la palabra todo el misterio y toda la luz del mundo, deberíamos hablar como encantados, como deslumbrados”. ¡Cómo canta la palabra cuando canta!

No nos sirve tanto lo que se dice cuanto el cómo se dice. Se edifica la palabra poética con el prodigio deslumbrador de su música, que no es nuestra. Gracia sobre gracia es. ¿Quién va a explicarnos el motivo de que todos los poemas hayan tenido la necesidad de apoyarse en poquitos versos imprescindibles? Llueve, llueve. No cesará nunca de llover sobre los bosques de Viena. Otra cuestión, sin duda, es el “Post-scriptum”. No tienen simetría los testamentos. Las últimas voluntades se escriben con suficiente premura y demasiada necesidad. De ahí el que Joan Maragall continúe: “La palabra es la maravilla mayor del mundo, porque en ella se abrazan y confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza”.

Cuerpo y espíritu son las palabras. Madrugamos por la mañana con suficiente

anticipación para repasar, en estado de gracia poético todavía, cuanto ayer noche apuntamos en los márgenes de las páginas del devocionario. En tanto, alrededor, sigue la vida con su muchedumbre de anécdotas inconsecuentes: el remover los muebles por el suelo, la melancolía general del vecindario, el desconcierto de los jóvenes, la estatura de espiga de la vecina de enfrente, o aquel primer enamoramiento. Las palabras, cuando son humanas, tienen alma y cuerpo. Se las debe palpar y querer en bloque. Cuando un poema ha quedado perfectamente construido sientes una paz abarcadora y múltiple. ¡Cómo cantan las palabras cuando cantan!

Al cabo y al fin, estamos elaborando una poética personalísima porque las antologías generales nos causan bastante temor y hasta su pizca de sonriente indiferencia, o escribir nos habrá servido solamente para desvelar por unos instantes el rostro iluminado de Dios, que es siempre lo completamente otro. Llamamos niebla al menesteroso forcejeo que ruega la estilística o la preceptiva recomienda. Como no están los tiempos para ejercitaciones poéticas nos semejamos a los ciegos sin lazarillo. Ni hasta las personas más espirituales parecen tener interés en acompañarnos durante un pequeño tramo de camino. Miguel Galanes reconoce: “Sé que me he convertido en el protector de mi sombra y, al mismo tiempo, en el delator de las pesquisas de quienes traman asaltos con sigilosa morbidez. Como un testigo he ido percibiendo que la intensidad del vivir se desfigura, se banaliza, se dispersa y se afloja en un espacio donde la muerte regeneradora surge de su propia escoria como carne que sangra sobre el plástico y chorrea desaliento y temor de látigo por la tierra, pero no importa”.

Naturalmente que no importa. El futuro del mundo lo deciden los ermitaños. No os tapéis la cara con un trozo de vuestro manto mientras cantan como cantan las palabras. Toda oscuridad está condenada a desaparecer. Se trata de la esperanza. Nuestra indefensión y menesterosidad son tan abrigadoras que, una vez que te has introducido por la intemperie de un poema, no aciertas a saber por qué callejones del puerto vas a salir a ver despertarse la aurora. Esta es el principio del final. Somos, lo cual no se discute, criaturas aurorales. Cada nueva mañana las campanas de la ermita tocan a la oración. Es la hora del arrepentimiento. Lo último de todo será la misericordia, ea. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Valentín Arteaga,