publi 07-01

Naturalmente que precisamos comenzar de nuevo cuando un año se va y damos comienzo a otro. ¡El tiempo! Claro que no es cosa baladí el tiempo. Caminamos dentro de él, y en su hondura nos vamos recomponiendo o restañando. Cuántos rotos y descosidos arregla el tiempo. Pero hay que meterse en tarea. Don y responsabilidad. Cosas, sin duda, de la experiencia creyente. Del misterio inefable de la encarnación de Dios. O sea: de la eternidad que se introduce en el tiempo. Purísimo arte, lo que es una lucecilla que se enciende y enseguida se apaga, y lo que tiene trazas de permanecer y continuar resistiendo los desreveses de la vida misma, se unen, se abrazan y se besan. Y el Niño que la fe nos dice que es Dios. El pobrecillo llora. Hay mucho niño llorando junto al frío y las dificultades. Se trata, siempre, de comenzar. Esto es, de sacarle partido al tiempo, que al cabo y al fin es un regalo, una oportunidad. ¿Qué regalo y qué oportunidad? Las de echarse al camino de lo nuevo: lo pequeño, lo humilde, la confianza, la bendición, la sonrisa, los ojos que, cuando miran, atalayan el horizonte inacabable. En una palabra, cada año que comienza es una invitación a echarnos a peregrinar hacia el niño que, a pesar de todo, se mantiene en los adentros. Todo un arte. Lo dicho, compañero: no permitas que te roben el niño, ni que a nadie le llore el corazón.

Valentín Arteaga,