Los creyentes en Jesús, hijo de María, llamado Cristo, deberíamos estar persuadidos de que cuanto acontece en el corazón de la Misa del Gallo no es sino el Misterio de Navidad que se celebra. En estos días húmedos del mes de diciembre se celebra el más inimaginable misterio de la historia gracias a una modesta mujer que accedió a ser la madre de aquel que, según los planes providentes de Dios, venía a traer a todos los hombres una vida nueva. Es impresionante lo que puede acontecer cuando una mujer es capaz de ponerse a disposición de Dios. Le estalla en las manos como el reventón de una simiente inverosímil el prodigio de la Navidad. En el tenebroso corazón de la noche y el desamparo del extravío sin señales, gracias a la acogida de una modesta mujer galilea que se deja incautar por Él, Dios se nos hizo compañero de camino y continúa a nuestro lado.

Navidad tras Navidad y lo mismo que aquella extraordinaria mujer en pleno corazón del frío de un pueblito de las afueras del mundo nos dio a Dios hace dos mil años, en la actualidad nos lo sigue dando la Eucaristía. Lo que significa que la Navidad es un acontecimiento también de hoy.  Hoy también podemos tener la oportunidad de celebrarlo con toda la alegría y con toda la exaltación capaces de cabernos en el pecho. La Navidad del Señor, con su júbilo, luces en las calles, regalos y felicitaciones, acontece cada vez que celebramos la Eucaristía.

Por ejemplo, si en los días de adviento, cuando están las tiendas del barrio acabando de adornar sus escaparates y en la nave derecha del templo parroquial los catequistas preparan el Nacimiento, usted va una mañana a misa ha de saber lo que ocurre en realidad. ¿Qué?, dirá. Exactamente lo mismo que en la noche aquella de Belén. Todo en el cielo y en la tierra se pone en movimiento; los pastores que cuidan a esas horas su rebaño se echan a correr de un lado para otro; los ángeles cantan y cantan; un joven matrimonio llegado a la Ciudad de David para empadronarse, no sabe qué hacer; unos sabios de Oriente siguen una estrella errante. Lo que sucedió aquella noche pasará, cuando estando muy fervorosos en la iglesia salga el sacerdote al altar para celebrar los santos misterios de la Eucaristía. En ese momento tendrá lugar el acontecimiento de la Navidad. Siempre que celebramos la misa, la Virgen nos da a su hijo Jesús y nosotros lo recibimos y lo acurrucamos en nuestro corazón, le quitamos el frío, lo cuidamos con mucho mimo y, después del “podéis ir en paz”, retornamos a nuestros quehaceres habituales y a lo largo del día procuramos ser más buenos, más amigos de los demás, más simpáticos.

Más, más aún todavía, hemos de experimentar tales actitudes y sentimientos en los días propios del ciclo litúrgico del Nacimiento de Jesús. En la misa de la medianoche sobre todo del veinticuatro de diciembre. Es una inmensa gran noche, y en ella, por sus cuestas y ribazos, alimentados y fortalecidos por el eucarístico Belén, nos ponemos de camino hacia el corazón del día. Cuántas noches espesas de oscuridad en el caminar nuestro de todos los días, la Misa del Gallo y todas las misas que celebremos las destruirán. Las negras, largas, pesadísimas noches del llanto, del dolor del hospital, de la muerte incluso. Aunque cuántas noches también que la santa misa vuelve más iluminadas con el sol nuevo nacido de María: aquellas divertidas y jubilosas noches de cuando la inocencia y la niñez aún. Ninguna, desde luego, tan esplendorosa como la de la Navidad. Se cumplen en ella todos nuestros anhelos y nuestras sendas todas llegan al sitio que tenían que llegar.

Siempre es, pues, Navidad: la incalificable y dulcísima fiesta de un Dios que nos nace –¡nos quiere nacer!– en el centro del alma. Lo cual ocurre en toda misa.

Valentín Arteaga