Valentin Arteaga-23julio 2019-Isaac Abad

Se siente uno de manera inmediata envuelto en el desconcierto. Nada asombra y fascina tanto como la belleza, ese atisbo del misterio, ese tirón que experimenta el interior del hombre hacia no sabe qué. ¿Hacia los sitios que no conoce? En la Ciudad, mires lo que mires, te experimentas pasmado, transportado fuera de tu ser. O ahondado completamente en él. Confuso y arrebatado va uno de acá para allá seducido por la belleza. Tal un guía casi sobrenatural, que intuye que no merece, la belleza va llevando de aquí para allá al visitante. Mientras, las iglesias, los palacios, las fuentes, las pequeñas callejas llenas de restaurantes, trattorie, pizzerie, negocios de arte religioso y tiendas de anticuarios dan vueltas y vueltas alrededor.

No cesa el corazón de dar vueltas y vueltas alrededor de su propio desconcierto en la Ciudad. “Ma come é bello”, se oye decir constantemente. Se trata casi en exclusiva de la belleza. Una belleza escénica y acompañante. No hay aquí espacio para la composición de lugar, pues todo, sin corregir esto o aquello, está en su sitio preciso. Dirijas tus ojos donde los dirijas, no aciertas a hablar ni a saber a qué atenerte. A dónde continuar o en qué rincón tomar algo de respiro. Lástima de la prisa que le meten ciertos guías turísticos a la pobre gente. La Ciudad no está para urgencia ninguna. “La gata apresurada parió hijitos ciegos”, se explica una señora romana de toda la vida viendo cruzar a un numeroso y apretado grupo de japoneses camino de Piazza Navona frente a la subyugante iglesia de Sant’Andrea della Valle.

La mejor manera de adentrarse en la alucinante teatralidad de Roma es caminar por libre, bien sujeto el corazón como un capote de lluvia. Despaciosamente lavados los ojos con el agua luminosa de cualquiera de

las fontanas que danzan y cantan sin cansarse nunca. Este escenario parece tener la pretensión de no abandonarte mientras dure tu estancia en la Ciudad. Se precisa una calma cierta en un lugar que de por sí sabe tomarse la vida con absoluta parsimonia. ¿Se cansa uno? Pues entra en un templo. El primero que sea. Da igual. Se estará introduciendo en un museo. La suavidad envolvente de su atmósfera le curará poco a poco.

Estás, romero, peregrinando en el interior del arte. Y éste, no lo dudes, un día nos absolverá. Es el boquete en lo espiritual que mendigamos probablemente sin darnos cuenta del todo. Estamos delante de la transcendencia. Estamos sintiendo la atracción de lo excesivo. Quizás residan en ello la verdad y el hecho de que todos los caminos del mundo vengan a Roma. Se llega, es cierto, a la Ciudad por mil y un motivos: las tumbas de los apóstoles, la respiración primera de la fe cristiana, la Santa Sede, el Papa… Se llega, cómo no, por las beatificaciones y las canonizaciones. Y las tumultuosas ceremonias católicas en la gran Plaza de San Pedro: ah la liturgia toda resplandeciente de las vestes talares, roquetes, dalmáticas, casullas a la orilla de ese conmovedor mar de la música embriagante a más no poder.

En ocasiones parece que no se puede ya más en la Ciudad. Todo cansa, decía en mi pueblo el paisano. Mas lo que deja sin fuerzas a cualquiera es el mal gusto, los malos modales, el vocabulario hosco, la falta de belleza. Esta, sin embargo, nos salvará. Se comprende a la perfección inmediatamente la capacidad irresistible de atracción que posee belleza tanta. Para poder llegar hasta el final de sí el ser humano la necesita. Somos pobres de solemnidad, nunca mejor dicho. Mendigos de lo que no sabemos, vamos por donde no sabemos, diría T. S. Elliot parafraseando a Juan de la Cruz. Sin arrimo a la belleza, atinaremos únicamente a tomarnos un plato de pasta “alla carbonara” en Campo d’Fiori o a hacer un par de fotografías

en la Fontana de Trevi para darle un poquito de envidia a los vecinos de nuestra calle cuando regresemos a casa.

Ojalá un día todos regresemos a casa. En el entretanto, empujados por la belleza deambulamos en la Ciudad. Mas vamos de paso. Somos peregrinos. Y esta postal imponente y majestuosa de Roma es una ventana abierta hacia el misterio. Tenían claro lo que hacían los artistas del seiscientos. Eran hombres religiosos. Y después, ¿qué? Nos queda todavía, a Dios gracias, esta atmósfera, este aire, esta desconcertante teatralidad. O la escenificación del deseo irrefrenable de encontrarnos, al término de nuestro viaje, frente a frente con el infinito que será eternamente bello. Por naturaleza hambreamos la solemnidad. No hay hombre entero sin solemnidad.

“Cómo es de hermosa, Roma, caro mío”, escucho decir a una muchacha llamando la atención del joven que la acompaña.

Este le dice, a su vez:

“Y tú también”.

Valentín Arteaga,