Existe una característica única en la Arquitectura que la distingue del resto de las Bellas Artes y que le otorga una categoría especial. La Pintura, la Escultura, la Música… pueden permitirse el lujo de buscar la belleza mientras prescinden de una utilidad concreta. Sin embargo, la Arquitectura no es un arte cualquiera. Es un arte con razón de necesidad. La necesidad de cumplir una función, la de configurar un espacio protegido en el que se desarrolle la actividad humana. El único motivo por el que existe la Arquitectura es porque esa actividad humana, en este mundo Caído, necesita inevitablemente resguardarse de un entorno a menudo hostil. Dicho de otro modo. En el Edén no había casas.
En cierto modo, el resto de las bellas artes también son fruto del pecado. En un mundo en armonía con el Creador, el hombre no debería sentir en el alma esa herida incurable que le impele a buscar la belleza a través del arte, en un intento de alcanzar la plenitud que solo hallaremos en la unión definitiva con Dios.
Si entendemos las Bellas Artes de esa manera, como la cristalización de nuestro anhelo de Infinito, no podemos sino contemplar la Arquitectura, y más concretamente la Arquitectura Sacra, como el más noble intento por reconstruir ese espacio primigenio en el que Dios y el Hombre se tutearon una vez.
La tragedia de la Arquitectura religiosa, su gran contradicción, es su vano intento de encerrar el Infinito en cuatro paredes. Pero esta contradicción es también el abono de su indiscutible grandeza. La historia de la Arquitectura es la historia de esa búsqueda del espacio en el que hacer descender a Dios para tenerlo cerca, y también del espacio que permita ascender al Hombre y acercarlo a Dios.
Así, la Arquitectura Sacra se sitúa en una tierra de nadie, entre el Cielo y la Tierra. La búsqueda de la plenitud a través de la Belleza, que es el Encuentro con Dios y que está presente en todas las artes, se manifiesta en la Arquitectura Sacra también en la propia función, en su misma razón de necesidad.
Cuando nos acercamos a las grandes catedrales góticas, por ejemplo, y asistimos a ese fluir del espacio inundado de luz hacia lo alto, desafiando la gravedad, quedamos prendados de lo que el Hombre es capaz de construir para acercarse a Dios. De cómo una meta imposible es el mayor estímulo para nuestra especie. Lo que se construyó para elevarse a Dios se ha convertido en un manifiesto de lo que el Hombre es capaz de crear con la suficiente inspiración y los medios necesarios.
Pináculos, bóvedas y arbotantes se estiran en las catedrales intentando acariciar los pies del Cielo. Pero toda la grandeza y magnificencia de estos edificios apenas sirve para elevarse unos metros sobre barro del que estamos hechos. Lo que es, a nuestros ojos, una obra excelsa y sublime se queda en la orilla del inmenso océano que nos separa de nuestro Creador.
Por eso es Él quien da el salto y cubre esa distancia infinita. Lo revolucionario del Cristianismo es que el mismo Dios se hace presente en el mundo como uno más entre nosotros. Llega a tocar con sus manos ese barro de nuestra miseria y de nuestra pequeñez del que somos incapaces de separarnos. Se sitúa a ras de suelo, en la Eucaristía, permitiendo que ya no sea necesario construirle una gran casa de piedra cuando, en realidad, Él solo anhela habitar en nuestro corazón de carne.
Por ello, la Belleza en Persona puede encontrar su hogar en el último rincón del mundo. En cualquier lugar donde la Eucaristía esté presente el suelo toca el cielo, el tiempo rasga la eternidad, y lo limitado se encuentra con el infinito. Poco importa que se trate de una catedral gótica o la más humilde capilla hecha con bambú en el último rincón de la selva.
En ese lugar, la Belleza y la Función se unen como en ninguna otra obra de arte, recreando un poquito de ese Edén en el que Dios vuelve a pasear junto a nosotros.
Antonio Mata Mesa (Arquitecto)