Vivir sin amor es girar la noria y no hallar un rincón en el paisaje para un par de besos. Un par de besos, por favor, mendigamos. Si uno se pasa la vida sin amor puede prepararse a vivir aburrido toda la eternidad. ¡Qué domingo largo sin que transcurra un ánima debajo del balcón! Como está todo titirimundi por acá sin cánticos ni bendiciones no saldremos de éstas nunca si no se le pone remedio: aquí nos tienes, Dios nuestro, ante tu puerta de par en par. ¿De qué nos servirán entonces tantos ires y venires de acá para allá si resulta que no hemos repartido por doquier cachejos de amor? Únicamente queda cuanto hemos amado: aquí nos tienes, Señor. Están, mirándonos, no de reojo sino de hito en hito, las madres. Ellas, sí; ellas nos avisaron. Nos lo repetían por activa y por pasiva cuando al toque de las campanas del pueblo, a las doce en punto del mediodía, regresábamos gloriosos a casa: besad el pan, hijos, siempre que se caiga de la mesa. No lo pongáis sobre el tapete boca abajo. Sufre Dios si se pone así. Ahora, al cabo de introducirnos en la región de la conciencia con devoción y respeto estamos al fin casi delante de Dios, o enfrente de la visión infinita de la ciudad. No hay por qué repetir que se atisba desde lo alto del lugar el secreto de las intenciones de aquellos niños perennes que todavía somos. Desde los paredones encalados de la ermita en los que nos apoyamos se adivinan los entresijos ocultos de las habitaciones, desvanes, patios y comedores de las pequeñas casas de adobe arracimadas en la ladera del lugar.
Lo que interesa es descubrir si hemos amado o no. Cuando llegamos de lejanos viajes a casa algo lerdos, cómo no, y desasistidos, curiosos y hambrientos de novedades, estamos anhelando ya la resurrección. A los niños otros de estos lustros, finales, sentaditos ahí en sus pupitres, mientras nieva por las callejuelas del pueblo les decimos que el mundo que viene será un universo de amor o no será nada. Cada día, en efecto, nos vamos introduciendo alma adelante: ¿no os enteráis que cada minuto que transcurre nos sobra más la ropa y nos sobran más las palabras?
Aquella tarde de oro, sentados sobre una piedra en la motilla, sentimos algo parecido a una revelación. Dios estaba de nuestra parte; Dios había tomado partido por los niños solos. Aquellos niños solos nos introdujimos por los campos del corazón a ver si por fin ocurría que alguien nos mira a la cara directamente y, sonriendo, nos concede patente de corso para caminar sobre la anchura y después franquear, victoriosos, las murallas de la ciudad.
Hombre, a ti no te sobran palabras; pero a mí sí que me sobra ropa y lo cierto y verdad es que tengo miedo. Me entran unas irresistibles ganas de llorar; llorar por el amor perdido, por los años de juventud perdidos, por la forma de quedárseme mirando el personal. Por la Puerta de Oriente llegamos a la cumbre de la crestería a mitad entre cielo y tierra. Allá abajo, por calles y placetas, deambula aún la inocencia. Lo estamos viendo en el espejo de los recuerdos. Mientras, tras las ventanas, llueve mansa y melancólicamente. A base de darle vueltas a la rueda del tiempo, hemos experimentado que el subsuelo de nuestro ser nosotros mismos tan malo no es. Un día de estos, mucho no ha de tardar, vendrá el Señor Dios a decirnos algo parecido a esto: ea, ya es hora; dejadme que os dé la mano, os voy a presentar unos a otros para que os repartáis mutuamente el corazón y las estrellas.
Algo más de corazón y un buen puñadillo de estrellas le vendría estupendamente al personal que transita con excesiva rapidez por la Plaza Mayor: tú, mujer, no tengas miedo, no tienes por qué tenerlo. ¿Te das cuenta? Miro tus ojos y ¿sabes lo que veo dentro de ellos? Una niña, un pequeño ser fragilísimo nada más, sacramento del mundo, pronóstico del cielo. ¿El mar? Todas las madres del pueblo, ¿sabes?, se han puesto de acuerdo para llenar de guirnaldas las orillas, colgar colchas de raso en las ventanas de las tabernas del puerto. Gloria al Señor, gloria al Señor, hija.
Sobre personas y cosas llueve y llueve.
Valentín Arteaga