Desnudo se siente el paciente al entrar en la consulta. Y no físicamente, no. Despojado quizás. Frágil, mejor. Detrás de su infinita mesa, el Médico. Revestido con blanca bata y amplios conocimientos. Amparado por su pantalla de ordenador y sin necesidad, en estos días, de siquiera mirar al de enfrente.
Desnudo también aquel que, sintiéndose artista, se mira por dentro y se expone. Frágil quien, tras ver una película, leer un libro, admirar una pintura… derrama una lágrima al verse reflejado en la obra de otro.
Y es que, ¿qué hay más humano que el arte? Y, más aún ¿qué disciplina necesita más de la humanización del mismo para dejar de ser impasible y tornarse acogedora?
En su carta a los artistas, Benedicto XVI dice: “La belleza auténtica (plasmada en el arte), abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario.”
El arte forma parte imprescindible del ejercicio de la medicina y de la formación del médico pues es capaz, como dice Benedicto XVI, de tocar íntimamente al ser humano, de herirle y abrirle los ojos para apreciar y acompañar el sufrimiento del que se encuentra enfrente. Le hace capaz de experimentar y aceptar su propia fragilidad y solo así, poder comprender la fragilidad del otro. Creo que, sólo aquel que experimenta la desnudez de la debilidad, puede acercarse a un enfermo y darle consuelo. Y es por eso que el arte ha formado parte de la formación humana del médico desde los inicios de la práctica clínica, porque nos recuerda que tenemos al otro lado de la mesa, como médicos, a un semejante, desconcertado, frágil y, tal vez, enfermo; y nos recuerda la grandeza del Misterio del que formamos parte al poder tocar y cuidarle en la debilidad.
¿No fueron acaso los grandes médicos también poetas, también artistas? Entre ellos, Gregorio Marañón o José de Letamendi quién afirmaba rotundamente: “el médico que sólo sabe medicina; ni medicina sabe”.
¿No sería necesario que, entre clase y clase, los médicos también leyésemos poesía para poder decirle algún día a un paciente roto que se puede esperar como dice Machado en su poema, otro milagro de la primavera?
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
[…] quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Inés de Medrano.