Los días de noviembre son ya fechas de cierto trasteo e inevitable melancolía. Atrás quedó la faena de la vendimia y el traqueteo de los tractores por las calles. Se está bien en casa a la tarde releyendo algún librillo antiguo en la mesa camilla arrimada a la ventana. Fuera pasan aprisa los vecinos a hacer sus mandados y las señoras mayores, de luto, a la novena de ánimas. Están por llegar la fiesta de Todos los Santos y el día de los difuntos, fechas muy señaladas y de recordar. El pueblo lentamente se va envolviendo en sus sombras.

En pequeñas escudillas de aceite se encienden mariposas que se ponen encima de los muebles de la galería. Qué bien nos viene a unos y otros la meditación sobre los santos. Es muy significativa y particular esta fiesta. La de un puñado innumerable de hombres y mujeres extraordinariamente buenos que pasaron junto a nosotros y tal vez, si apenas nos fijamos en las virtudes que les adornaban, son los santos.

Comentaba aquel gran escritor francés Jorge Bernanos que a un cardenal de la Iglesia se le distingue enseguida por sus ropas color púrpura tan hermosas. A un santo, no. Los santos disimulan mucho. No se abren paso entre la gente con gesto espectacular alguno. No llevan aureola y caminan y frecuentan los mismos sitios que cualquiera de nosotros. Deben resolver parecidos problemas: cuidar, por ejemplo, a los hijos; enseñarles a hablar, que tengan respeto a la gente mayor, que estudien, no sean egoístas, no se enfaden… Son santos que cuando salen a la calle no van como en procesión, saludan al vecino, al tendero de la calle Nueva, al maestro de la música, a la alcaldesa; ayudan a quien lo necesita, sonríen, miran con cariño y benevolencia a todos: adiós, Frébedes; ¿han operado ya a Facundito, el novio de tu hija, Córdulo? Etc., etc.

Es seguro que al cabo del tiempo nos hemos encontrado con muchos santos. Todos ellos, sin duda, normales, sencillos, modestos. Iban por la vida llenos de Dios, enamorados de Dios, entusiasmados por Dios. Y entusiasmados y enamorados también por los vecinos del pueblo, los pordioseros de la puerta de la iglesia, los ancianos del Asilo, los curas de las parroquias, los tristes, todos aquellos que no cuentan… No han sido canonizados, no se han escrito biografías sobre ellos, creado una asociación para difundir sus virtudes y ejemplo de vida. Nadie les reza pidiéndoles esto o lo otro, échanos una mano, intercede por nosotros, hermano Elpidio, o hermana María Rosa… ¡Pero son santos!

Al finalizar el mes de octubre, con el otoño amarilleando ya por el Parque Viejo y las mujeres de casa apresurándose a barrer y fregotear las tumbas de la familia, celebramos la fiesta de todos los santos. Hay muchos más de los que creemos: como la madre aquella de la calle Avemaría, por ejemplo. Tan jovial, tan acogedora, tan sonriente. Se cuidaba de tener a punto la ropa, la comida; repartía palabras bonitas y limosnas a los pobres; daba muy buen ejemplo, al marido, los hijos, las nueras, los vecinos…

Naturalmente que hemos tratado con muchos santos: aquel buen hombre forastero que en su tienda al otro lado de la plaza de toros vendía de todo: azafrán y canela en rama, una tableta de chocolate, cintas untadas para las moscas, polvos azules, lapiceros y coloretes, y cuando se quedaba solo en la trastienda rezaba despacito el santo rosario, ora pro nobis, ora pro nobis, y ya está. Al sonar el campanillo de la puerta de entrada del negocio recomponía su sonrisa para recibir como Dios quiere y manda a los clientes.

Es un hermoso día el de la fiesta de Todos los Santos. Al cabo y al fin, lo lógico y natural es irse haciendo santos. No es necesario ir por ahí con cara rara, haciendo cosas extrañas. Basta con ir cordiales, alegres, misericordiosos, simpáticos, con la luz de Dios entre los ojos como lleva un niño su inocencia. El día de los Santos es un día para ver y admirar el mundo con más optimismo y esperanza. También ahora hay mucha gente extraordinariamente buena. Aunque no reluzca. Son hombres y mujeres sencillos y modestos que pasan haciendo el bien. El buen Dios los bendiga.

Valentín Arteaga