Hace unas semanas leía, atribuida a C.S Lewis, la frase: “No puedo imaginar a un hombre disfrutando realmente de un libro y leyéndolo solo una vez” e, impulsada por ella, me descubro releyendo de nuevo “La Ciudad de la Alegría”, la obra maestra del periodista y escritor Dominique Lapierre.
En el curso de una vasta labor de documentación en los barrios marginales de Calcuta para redactar el guion de una película sobre la vida de Santa Teresa de Calcuta, en los años 80, Lapierre y su mujer descubren que en Calcuta existen muchos apóstoles y santos anónimos y desconocidos. Así, el escritor decide situar allí el decorado de esta novela en la que se entremezclan las vidas de un sacerdote católico francés, un médico norteamericano, una enfermera de Assam y un ex campesino indio que, condenados a ser héroes en medio de un barrio marginal de la ciudad, luchan contra la miseria y el sufrimiento día a día. Es, sin embargo, una novela que llena de esperanza el corazón, que impulsa a querer entregarse más cada día. Será porque entre sus líneas se respira a Dios.
Lapierre consigue, a través de ella, transmitir la alegría y la belleza de una vida consagrada al Amor por los más pobres, a pesar o quizás más bien, a través del sufrimiento. Citando a uno de sus personajes: “Solo un lugar donde los hombres viven en contacto con la muerte puede ofrecer tantos ejemplos de amor y solidaridad”.
En una entrevista que le hicieron en 2011 al autor, ante la pregunta de si cree en Dios, el francés responde sincero: “Siempre digo que me es difícil entender que Dios deje sufrir tanto a sus niños, pero por otro lado…, la fuerza de la fe es la que sigue dando la esperanza”.
Curioso que, de un autor que no se declara del todo creyente, pueda surgir una novela que sea especial reflejo de la vida cristiana, de la vida en Cristo. Si algo impacta al leer sus páginas es la trasparencia con la que consigue transmitir la inmensa fe del sacerdote Paul Lambert, uno de los cuatro protagonistas de nuestra historia. Imbuido en sus pensamientos y en su forma de vivir, uno llega a desear una fe como la suya para rezar como él: “Tú que moriste en la cruz para salvar a los hombres, ayúdame a comprender el misterio del sufrimiento. Ayúdame a trascenderlo. Ayúdame, sobre todo, a luchar contra sus causas, contra la falta de amor, contra los odios, contra las injusticias que lo provocan.”
Quizás por perlas como esta, sin ser necesariamente una lectura que se podría catalogar como espiritual, esta novela es, desde mi experiencia, un fiel reflejo de la belleza de la que habla el papa emérito Benedicto XVI en su carta a los artistas: “La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia”; y cumple a la perfección aquello que escribía Simone Weil: «En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto todo arte de primer orden es, por su esencia, religioso».
En definitiva, como decía D. Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación: “El cristianismo se transmite por “envidia”, porque una persona que ve a otro vivir con alegría, intensidad y gusto, desea esa vida para él” y esto es lo que uno encuentra, a través de los protagonistas, en “La Ciudad de la Alegría”.
Inés de Medrano, médico.