La palabra es un milagroso recinto donde resuena el mundo. Se lleva uno a los oídos del alma la caracola de la palabra, y escucha en los valles de su ser cómo se hace música la existencia: los largos y antiquísimos temporales de lluvia encima de los bosques; el despertar ligero de las aves cuando las mañanas acuden, diáfanas, de su propia resurrección; el crepitar del fuego sobre los montes; los hombres y mujeres, eternos y como recién nacidos, que se miran unos a otros y se aturden. El universo todo es una música que resuena en el interior de la palabra. Vamos, de palabra en palabra, hacia el descubrimiento atónito de lo que somos y aún podemos ser todavía.
No hay hombre sin palabra porque no podríamos resistir un instante sobre el mapa de las relaciones. Hemos nacido para nombrarnos unos a otros y deletrear las cosas: piedra, río, flor, madrugada, selva, fuente, mediodía, cántaro… Si no se sabe decir amor, madre, hija, esposa, hermano…, no eres persona.
La palabra es la llave que facilita el acceso al prodigio. Imposible imaginar una especie muda, un universo mudo, calladas las selvas, sin canto las aves, sumidos en el silencio los ríos, sin canciones la presencia de las mujeres al término de la playa, los hombres detrás de sus carromatos sin decirse el uno al otro: buenos días, toma un trozo de pan, dame un trago de vino… Toda palabra trae entre sus sílabas las muestras de la santidad inicial de la tribu, y viene, magnífica y milagrosa, para poder reunirnos. La finalidad de la palabra es convertirnos en comunidad.
¿Qué sucede cuando la palabra se destruye? Que el hombre y la creación descienden de nivel. La palabra es la posibilidad más emocionante de supervivencia que tenemos como especie. Cuando se pierden el cuidado y la veneración por la palabra, están a punto de perderse también las relaciones que nos debemos los unos a los otros, que estamos puestos sobre la tierra para pronunciar: te quiero, mujer; toma esta manzana, hombre…
Si se convierte la palabra en herramienta de destrucción ha olvidado su misión. ¿Cómo nos vamos a dirigir hacia donde nuestro ser se encamina, si nos quedamos sin palabras?
Más, muchísimo más, que cuidarnos de aguantar y resistir sobre la intemperie de la tierra todavía –el trabajo y el bienestar, la comida y el vestido, los mares y los ríos– debemos ocuparnos en que no se convierta la palabra en grito de embestida y odio que destruye. La palabra es la estrella que nos orienta en la noche.
Valentín Arteaga